Historia de un matrimonio corto


Un cuchillo en la cocina. El cajón abierto mostraba todos los cubiertos que habían sido obsequio en el festejo de su matrimonio. Ya había pasado un año y se había perdido el deseo entre maltratos y faltas de respeto ante la más mínima reacción del otro.
El cuchillo de la cocina ya no tenía el mango blanco. El piso que tanto insistía en mantenerse limpio estaba todo sucio. Volcado de vino tinto. Pelusas del perro que tanto insistía en atravesar la puerta para ser aceptado y al que no le daban bolilla. Las puertas de la casa guardaban el secreto, entreabiertas. Furiosamente golpeadas, rotas.
Las ventanas se asemejaban a un muro, aunque subsistían abiertas a falta de aire, oxígeno para respirar. Que era lo que pedía a gritos ese matrimonio montado como un espectáculo de aquadance de Tinelli, al que miraban y admiraban cada noche. Ella el baile, él los culos furibundos que se bamboleaban al compás de un reggaetón. Se había perdido el deseo.
La tele estaba prendida. Pero no estaba Tinelli. Caía la tarde y Eduardo Feinmann se equivocaba otra vez anunciando un panorama que jamás se cumpliría. Como un veedor del futuro con un sueldo y autodenominándose periodista, así como esta sociedad conyugal se quería llamar “amor”. El volumen del micrófono del pseudoperiodista estaba alto. Pero no era el micrófono. En realidad era el volumen del televisor que hablaba alto para que no se escuchen los gritos de una película de terror, verdadera. Esta vez sin ficción.
La terraza era castigada con un sol de un verano que se avecinaba duro, jodido. Las posibilidades de irse juntos de vacaciones eran como pensar que Macri iba a ganar de vuelta las elecciones. Y aparte no había un mango. La violencia social en las calles crecía y la violencia particular puertas adentro habían dejado los despojos de una casa que una vez quiso ser un hogar.
Se acerca al equipo de música. Pone una música relajante después de semejante acto de crueldad animal, fuera de todo pensamiento racional. Se convirtió en una bestia. O bien, la convirtió en una bestia salvaje que se lanzó sobre su presa que la tuvo presa durante un año. Un presidio físico, psicológico y hasta social, cuando la humillaba frente a cualquier tipo de reunión de la que salía sumamente lastimada.
Ese día le había puesto las manos encima. Pero no para acariciarla como en sus años de noviazgo, cuyas caricias eran un refugio para ella. Ese día su refugio se convirtió un abismo al que cayó de cabeza. Y no se iba a bancar semejante acto de violencia.
Luego de poner la música relajante, se dirige a la heladera que le habían regalado sus padres. Saca una lata de cerveza. Se dirige al fondo del patio. Justamente debajo del sauce que plantaron juntó con él. Se enciende un cigarrillo y se pone a pitar profundamente y a pensar por qué llegaron a eso.
Agarra el celular y llama a la policía. Les da la dirección pero las fuerzas de seguridad ya estaban en la puerta de su casa tocándole el timbre, luego de las denuncias de los vecinos. Habían llegado tarde.
Ella se levanta con la total parsimonia de quien se había sacado una mochila pesada de encima. Se dirige hacia la puerta. Abre el picaporte que queda manchado en sangre. Se le cae la lata de las manos y tira el cigarrillo. Le extiende las manos a la policía para que le pongan las esposas. Uno de los policías, atónito, le pone las esposas y otros dos azules entran a la casa. Allí estaba él. Un hombre tendido en el suelo boca arriba sobre un charco de sangre. La boca le había quedado abierta. Pero ya nunca volvería a repetir las barbaridades que le profería a su “esposa”, como le gustaba llamarla a ella cuando se las presentaba a sus amigos.
El cuchillo en la cocina. El mango teñido de rojo. El cajón abierto. Y un final cerrado para esta historia de un matrimonio que duró un año entre insultos, maltratos verbales, psicológicos, hasta que llegaron a ser físicos. 


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