La Crisis que nos parió
Henos por fin aquí, en el ínfimo rincón de una habitación
tratando de esbozar algunas de las cosas que andan volando mi cabeza, corazón,
espíritu, calor de un día de otoño de abril, el mes que nací, el día que vine
al mundo de la mano de la enfermera, mi propia abuela, madre de mi viejo, que
hizo el parto y tuve la suerte de construir ese día, tan lejos de mí, como
aquel abrazo materno que me acunó en su pecho, tan lleno de vida, tan lleno de
luz que me encandiló. No veía nada, pero por las dudas focalicé su sonrisa
cansada, puerperal.
Allí sentí que yo también tenía que sonreír. Y lo hice hasta
el día de hoy, con algunos llantos de entre medio. Llantos de risa, risas de
llantos acumulados sin verter el agua de mis pupilas sobre ese pecho materno
que me acunó un día.
Símil a esto debe ser la muerte. Tan contraria y tan igual.
Nacer en otro lado. Salirse del cuerpo tibio, cada vez más frío, hasta
congelarse. Y el espíritu que sale como una saeta de humo que se va elevando
hacia arriba, hasta no ver más la locura de los que quedan llorando,
estaqueados frente a tanto dolor. Y uno que lo mira de arriba, como en las
películas, cada vez más chiquitos.
Se me ocurre que a medida que nos elevamos vamos viendo a
todos y nos sorprendemos acerca de la gente que hay. Gente que creíamos
perdida, que creíamos enojada, que creíamos distanciada, ese día está ahí,
firme como una estatua, valorándonos, tarde, pero inseguros.
Ese día vemos asomar miles de lágrimas con quienes no fuimos
lo que ellos esperaban de nosotros. Porque fuimos nosotros mismos, y nos la
jugamos por eso. Aún a costa de perder lo más amado. Pero fuimos fieles a
nosotros mismos y nuestras convicciones. A lo que creímos que era lo mejor, aun
equivocándonos. No hay nada mejor que los errores propios. Los ajenos se
duplican. Porque primero el error fue en hacer lo que nos dicen que tenemos que
hacer. Y después, ejecutarlo definitivamente, o no. Craso error pensar que fue
un error del otro que quiso nuestro bien y pensó que con eso que nos decía que
hagamos, nos hacía un bien. Por eso, mejor los consejos que se pueden tomar o
dejar sin que el otro se vea ofendido por nuestras decisiones, que son nuestras
y eso es lo más lindo. No hay peor cosa que sentirte atado a tomar una
decisión. “Cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada”,
canta Charly. Y creo que es lo mejor, para resguardarse, para preservarse.
¿Es un egoísmo? Puede ser. Pero no hay peor egoísmo que el
que se tiene con uno mismo. Eso se traduce en actuar por y para los demás,
desdibujándose uno. Esto no pretende ser una apología del individualismo,
porque la solidaridad entre los seres humanos es la fusión más maravillosa que
puede existir sobre la faz de la Tierra. Ser solidario no puede dañar nunca; lo
que daña es el olvido de uno mismo y su consecuente perjuicio.
Sin ir más lejos, el perjuicio se vuelve un boomerang,
cuando te la pasaste dando, y nada de lo que das, se transforma en
reciprocidad. Cuando te quedaste solo, a pesar de haber dado tu corazón entero,
pateado por los leones custodios de la especulación, de la cuestión de la
frialdad de emociones, víctima de la falta de lazos afectivos y de abrazos
sanadores que te permitan recomponerte de un dolor, de una ruptura, de un
quiebre, de una crisis, a las que hemos sobrevivido inmensa cantidad de veces.
No hace falta decir cuántas, pero cada vez estoy más
convencido de que el ser humano se alimenta de las crisis y sus salidas, hasta
que una crisis fatal nos mate de por vida. Esa vida que no pidió venir, pero
que sin embargo está acá por mera revancha, para dotar a la vida de contenido,
de emociones, para dotar cada segundo de la intensidad necesaria para que vaga
la pena ser vivida.
Comentarios