Desangrao
Y luego de haber desangrado los ojos, en un manantial que
parecía no tener fin, ni encontrando la causa del profundo malestar, ni su
principio, ni su fin, percibe ese abrazo sanador de esa mujer que lo observa
andar, y que espanta como mosca que lo molesta, peleando sin cesar, como si no
se dejara ayudar, confundido en su mirar, ciego en cuestiones nimias, propias,
que no lo deja ver alrededor.
Ese abrazo es un manto de luz que lo ilumina en su
oscuridad, manoteando como un ciego y golpeando a sus seres queridos, sin
verlos. Esa oscuridad tan profunda y dolorosa de no querer vivir más. Espanta
pero quiere atención. Atiende pero quiere dispersión. Se dispersa pero quiere
prestar atención, presta pero quiere regalar. Y se regala.
No encuentra respuestas de por qué a mí. Al ¿qué me pasa? Al
no sé por qué. Pero necesita entereza, para lidiar con sus obligaciones
paternales que te imponen una imagen de todopoderoso, cual si fuera un dios del
Olimpo que no quiere defraudar a sus creyentes griegos, porque de lo contrario
lo desheredarían de lo más lindo que le pasó en la vida: su paternidad.
Y al son de un corazón desangrao, quiere pararse y no puede.
La lanza que lo atraviesa entra desde el pecho y atraviesa el sillón en un
cuerpo derrumbado y desangrado. Su sangre baja lentamente desde el pecho
agujereado, del lado del corazón, que late sin cesar, como en una eterna
taquicardia, acelerada por las pitadas que le da a su cigarrillo, en una mano,
y en la otra, una copa de vino, que se mezcla con la sangre, que le baja desde
el pecho, recorre el hombre, su brazo, su antebrazo, donde forman como el
Éufrates y el Tigris, a la altura de las venas, y cae lentamente en un coágulo,
que forman un hielo caliente, para la copa de vino, frío, con dos terrones de
hielo, en una copa, cuya base toca el suelo, también manchado de sangre y de
lágrimas, a diferencia de que la sangre se ve. Las lágrimas, no. Ya se secaron.
Finalmente logra levantarse, herido, tumbando de un lado al
otro, con la ayuda de ella, que está ahí y que una vez lo vio brillar. No podía
creer que ese despojo era quien ella había conocido, aunque le gustaba más así,
que la careta que tenía puesta cuando lo conoció.
Mientras se paraba, con la mirada perdida, y reprimiendo el
llanto, porque ya no quería saber más nada con seguir desangrándose (sabe que
si lo hacía del todo, moría seco como una planta abandonada), buscaba algún
resquicio de luz para salvarlo de la oscuridad en la que se veía inmerso. Y
siempre que buscaba un resquicio de vida buscaba algún disco que lo ayudara a
comprender eso que le pasaba. Y que buscaba en otras voces si alguna vez le
había sucedido lo mismo. Y encontró una canción que decía: “y la locura, es la
fisura más dura”, esa locura de la que todo el mundo se ríe, o muchas veces se
lamentan. Pero quien lo toma como un divertimento experimentan la sensación de
que quien la padece, está tomando una postura en la vida, llevándola lo mejor
que puede y que no la pasa tan mal. Creen que es divertido, que eso se goza,
que es mejor eso a la vida aburrida, racional y esperable a las expectativas de
los demás, lo cual también genera una neurosis y una patología distinta, pero
loca también. “No soy lo que quisieras que sea/ ni mucho menos lo que pensas
que soy/ sólo soy lo que ha dejado la marea en esa orilla de los que se irán
con el sol”, también escucha de otro cantautor muy cercano a él.
Mira al sol porque le quedan grabadas a fuego las palabras
en un oído hipersensible a los sonidos externos, que si son muy fuertes, le
empieza a latir la cabeza y se pone agresivo.
Y piensa que el sol lo representa, porque es de fuego, ese elemento de
la naturaleza que lo quema, tanto como su signo, del que es víctima y no
disfruta, aunque por momentos se regocije de ello. Es así que nace la cabra de
fuego, guerrera y herida, agresiva y sensible, fugaz y cautiva, que se incendia
con su propia esencia pero vuelve a nacer a la primera chispa, sabiendo donde
está la cima, cuesta arriba, donde va a llegar, obstinada, terca “como bota
chueca”, le dijo la mujer que la abrazó, cuando yacía a punto de morir, tenaz, audaz, provocativa,
locuaz, y muchos más defectos a la hora de meterle fichas a sus sueños. Después
de todo, escuchó, retuvo y valoró que “el amor es una buena razón para que
todas las cosas fallen”, dijo Tokio, uno de los personajes de la serie La Casa
de Papel.
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