Volver a creer



“Sabés… que es difícil amar/ si uno está mordido” : verso de la canción ¿Ves?, del disco Érase de La Vela Puerca.

Tomó el colectivo. Tardaba en llegar hasta que llegó. Se iba. No sabía bien adónde. Pero escapaba. Y no sabía bien de qué. Iba ensimismado. Con la mirada corta. Sin mirar alrededor, queriéndolo hacer. Pero sus pensamientos nefastos no lo dejaban.  Le había pasado de todo. Albergaba toda una colección de problemas que quería escupir, pero no encontraba escupidera. Ni un oído a quien contar. Se habían borrado todos. Los que eran sus supuestos amigos…en el éxito, por supuesto. Porque así, en ese estado, no les servía. Era pesado estar con él.
Él se miraba el ombligo, decían. Es egoísta, repetían cuando el flaco no estaba. No lo querían lastimar, pero lo lastimaba más ese silencio conspirativo que le hayan rajado una puteada a tiempo.
A su vez, él pensaba que sus problemas no eran algo así como los de aquellas personas que no llegan a cubrir: hambre, sin casa, miseria, violencia. Y pensaba que sus problemas, después de todo, eran un ínfima parte de quienes sufrían esas cuestiones tan fundamentales para un ser humano. Lo mío es existencial, pensaba. Lo de ellos también. Pero es peor aún. Porque están igual a mí, pero faltándole lo que a mí me sobra. Que injusto, pensaba. Me siento un estúpido. Sufrir por esto. Se soluciona lo mío. Ellos no pueden solucionar nada. Porque forman parte de los excluidos, de los marginados sociales, de los discriminados y de los vulnerados.
Sin perjuicio de eso, se sentía mal, angustiado, no podía levantar cabeza y brillar como brillaba en otro tiempo. No podía expresar todo lo que tenía para dar. Porque estaba ciego y cansado. Se iba alejando lentamente del sentido común de las cosas. Balbuceaba incoherencias cuando le preguntaban algo que no requería de mucha elaboración para contestar. No podía pronunciar palabra. Todo era monosílabo en sus labios. Contestaba lo justo y necesario, como decían en la iglesia a la que asistia religiosamente todos los días.
Quizás esté exagerando un poco con todo esto, seguía pensando mientras el bondi se hallaba en movimiento. Cada vez que se movía se licuaban un poco sus quilombos. Pero cada vez los pies pesaban más.
Empezó a pensar que quizás estaría bueno darle una mano al que sufría algo parecido a él. Y ahí empezó a romper el cascarón del ensimismamiento. Pasó de mirar a ver la cara de los demás. Los ojos de los demás que hablaban sin voz. Los parpadeos que emitían el sonido del dolor, del cansancio y del hastío.
Se sintió mejor después de hablar con un compañera de asiento que le empezó a preguntar si tenía frío. Que cerraba la ventana del colectivo. No, no, le dijo, apenas en un balbuceo. Y el otro se dio cuenta que algo heavy estaba pensando al ver que en su mejilla corría una lágrima inadvertida por él. Porque se la habría secado para que nadie lo viera. No se permitía llorar en público,le daba vergüenza.
Su compañera le preguntó si le pasaba algo. Si lo podía ayudar con algo. No creo, le dijo él, pensando que hablaba con una extraña que, al levantar su cabeza y verla, vio la tristeza indisimulable de sus ojos que habían perdido a un ser querido hacía poco.
Era sumamente hermosa. Su pelo atado con un pañuelo le hacía caer sobre sus hombros para continuar elevándose sobre su pecho, sutilmente cubierto con una camisa celeste que dejaba entrever y asomar sus pechos sobre los que él se recostaría para ser acariciado. Todo pensó en un segundo de su vida y soledad.
Ella lo seguía mirado, a la espera de una respuesta. Unos ojos grandes, sufridos pero vivos. El no contestaba nada. Tenía un dolor profundo que sentía en su pecho como si le estuvieran clavando maderas para no dejar salir sus sentimientos. Era como tapar un sol con un pañuelo. La madera se prendía fuego con el volcán que sentía en su interior, un fuego que encendió tan sólo la mirada de ella, comprensiva y complaciente.
Por fin respondió. Gracias por preguntar, le dijo. La verdad que si. Me siento mal.
-¿Por qué? – le preguntó ella. –Bah. El viaje es largo. Si me querés contar, tenemos tiempo.
Y el pensó: de tanto mirarme de tan cerca y de estar pendiente de la virtualidad del teléfono, me estaba perdiendo la realidad. Y esta cosa hermosa que me está pasando.
Ella era muy linda. Por fuera, preciosa. Y por dentro, se notaba que también.
Que insoportable me torno cuando me miro a mí mismo, se dijo. La solución está fuera de mí. Mirarme sólo, no sólo que me jode más a mí, que no encuentro solución a lo que me pasa, sino que jode al resto, que me viene a pedir una mano y no se la doy porque estoy dormido pensando en mí. Que insoportable debo ser para el resto. Que paciencia me tienen. Que desagradecido que soy. Porque una cosa es que me escuchen un día y otra cosa es ser tan monotemático que resultas predecible. Y para predecible esta la rutina, que tanto nos agobia y separa unos hombres de los otros.
-Bueno dale. Pero me prometes que vos también me vas a contar qué es lo que hace que esos ojos hermosos estén tan tristes.
Ella le dio la mano. Y con la otra, le secó una segunda lágrima que ya asomaba en sus pupilas cargadas de dolor. Le dijo: arrancá, dale. Estoy a tu disposición para lo que necesites.
Y arrancó. No sólo con su relato doloroso, sino con su vida que había recobrado el sentido. Y volvió a creer en el amor.

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