Bicho de oficina


Todos los días asiste en silencio. Como carcomiendo lo imprevisible. Ningún día se le complica porque tienen la mansedumbre de ser iguales ante tanta rutina gris, previsible. Lo cual para él está bien. Es normal. Tal es así que no disfruta los fines de semana. Porque un fin de semana rompe. Un “finde”, como dice la gente que él detesta, es un ruptura a esa elaborada rutina que tanto cuesta respetar. Pero hay que hacerlo. Porque así se debe. Y porque así le enseñaron de purrete.
Por eso se descoca los findes. Alcohol y algún que otro cigarro a escondidas porque su mujer no se lo permite.
Llega el domingo y la pilotea con su familia. La pilotea porque gusta de pasar un buen almuerzo controlando que todo vaya por su debido cauce.
El lunes se levanta, temprano. Y se apresta para ir a trabajar. Se afeita. Se emprolija para volver a la rutina semanal, con gusto. Se perfuma con un perfume no tan caro. Y entra a trabajar, antes del horario estipulado. Porque es impuntual. Pero de los impuntuales que llegan muy antes.
Ni bien llega pone la pava. Porque el mate es el inicio de una actividad. El mate da comienzo a algo que nos decidimos a hacer y que no tenemos tantas ganas, quizás. Entonces una forma de dar vueltas sobre el deber es poner la pava. Y hacer un buen mate para iniciar cualquier actividad. Este muchacho no escapa a esta regla tan argentina, que hasta los músicos de Metallica adoptaron para grabar un disco.
Si no está todo cuanto planeó se ofusca, se resiente. Y ya algo le cagó el día. Y empieza a repartir mierda por doquier y a granel, caiga quien caiga, dijo Pergolini. Le brota un pseudoimposibilidad de comunicación con el otro. Se empaqueta en una forma que lo obnubila y encierra en sí mismo. Mucho miedo brota de su ser ante una situación que pierde el control. Porque todo tiene que estar bajo control. Como si la vida pasara por un televisor y hay un control que gobierna la pantalla. Y es como que ese control remoto se quedara sin pilas y la tv haya quedado en un canal para adultos habiendo chicos alrededor. La desesperación de desenchufar la vida, eliminando a los anarquistas que hacen que la vida anómica se desenvuelva con un dejo de insolencia que momifica la atinencia a que el tipo se pueda sentir ameno con su vida. Caos. Miedo al caos.
La imposibilidad de afrontar una vida sin control remoto lo hace aferrarse a una rutina repetitiva que engañosamente lo afana a sentirse protegido por la misma a fin de no caer en el flotamiento que significa viajar a la deriva en medio del océano. Más vale hundir al resto y no hundirme yo, piensa. Entonces el miedo lo lleva a pisotear, en el afán de no ahogarse.
La repetitividad le hace pensar que nada va a cambiar. Que hay que resignarse a esto que hay por más que sea injusto. Siempre va a ser la misma mierda. cual tango que suena incesantemente en su cabeza, vive con nostalgia los recuerdos del pasado, como añorando aquellos años felices. “Se que el pasado me odia y no me va a perdonar mi amor con el povenir”, canta Silvio Rodríguez en una de sus bellas poesías llamada Nunca he creído que alguien me odie. Bueno, el tipo no entiende a Silvio Rodríguez porque esquiva conectar con cualquier emoción. Porque eso es cosa de débiles.
Su pesimismo lo lleva a una vida gris. Destruyendo y reaccionando ante todo atisbo de construcción. Goza de la desazón que le causa al tipo que inició algo y se desilusiona porque se le desmoronó. Pone cara como diciendo: yo sabía que iba a pasar eso.
De locomoción lenta, tiene brotes de violencia contra lo movible y la dinámica del buen augurio. Funcional universal como el control remoto que anda en todos los artefactos electrónicos, se autovictimiza ante la situación más absurda y vive pensando en que los demás lo quieren cagar. Porque sufrió la traición de un amor. Lo tocó de cerca y nunca más volvió a confiar en nadie. Se le transformó en filosofía de vida.
Odia la persona que no focaliza. Los que van a la deriva. Crítico de los que hacen los demás. Jamás autocrítico. Porque la autocrítica constituye otro síntoma de debilidad. Es mostrarle el pellejo al enemigo. Quiénes son los enemigos. Todos, menos su familia.
No ve nada bueno de un análisis. No ve ningún costado positivo. Cualquier situación está teñida de negatividad patológica que le impide avanzar. Avanzar. Hacia dónde. Miedo al futuro. Retrotrae hasta en el pensamiento. Le cuesta horrores aceptar que su mujer trabaje. Nunca estuvo de acuerdo en eso. Pero fue un acto liberador para ella y gracias a esa aceptación agarrada de los pelos lo sigue amando.
Nunca discutir. Es lo que le enseñaron de pibe. No cuestionar. Aceptar las cosas naturales. Como vienen de antemano. Hay ejemplos horribles de tentativas de rebeldía que quedaron estampadas y tatuadas en un moretón con forma de latigazo de cinto. Del lado de la hebilla.
Fue acusado de todo. Y acusó también. Estigmatizó gente haciéndoles hacer algo que él mismo provocó a causa de dicha estigmatización. Eso le pasó con su anterior mujer. La estigmatizó tanto con la ciega desconfianza que terminó provocando lo que más temía. Esa infidelidad fue un puñal mucho más duro que cinto de la infancia. Fue una herida al falo, a su machismo acérrimo, a su hombría, a su forma de hacer el amor que él creía la mejor, a falta de autocrítica.
Fue la falsa acusación de algo. Termina provocando la actitud que tanto se quiere evitar, o no. Se acusa falsamente con el fin de provocarla, adrede, sabiendo que el acusado caerá en la trampa. Y el goza de las consecuencias de su inteligencia.

Finalmente, se retira. Se va despidiéndose de la felicidad, en la que no cree. Se va lejos. Donde la estúpida humanidad no lo pueda molestar. Donde pueda encontrar la paz tan anhelada que nunca encontrará, porque el odio lo lleva consigo, adentro, porque lo único que ve es mierda por todos lados. Porque no tiene un rumbo fijo de bienestar. Porque no lo consigue. Y odia y envidia al que logra tenerlo. Hay una frase que define al bicho de oficina: “todo el mundo desea tu bien. Ten cuidado que no te lo quiten”.

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