El llanto de la noche

Es día de frío y llega a la casa. Abre la puerta y no sabe con lo que se va a encontrar. El sentado en el sillón, esperándola. Ella viene de hacer cosas. El no sabe qué. A esa altura ni le interesa. Tan metido cada uno en lo suyo, se dan un beso. Se saludan como una cuestión de cortesía. No porque querían saludarse. Las cortesías suelen ser desganadas. Suelen ser, por momentos, circunstancias obligadas de la vida que, como todo lo obligado, disminuye a ultranza la voluntad.
Este era un caso de esos. Donde ambos estaban tan lejanos y tan cercanos a la vez. Tan cercanos que dormían juntos. Sólo dormían. No se arremolinaban entre las sábanas como tiempos pasados. No se buscaban con las piernas uno encima del otro. Tampoco se pedían disculpas si uno le cambiaba el programa en el televisor si el otro estaba mirando. Ya no había ganas ni de pelear ni de exigir nada. Era una inercia insoportable la que vivían, perdiendo toda clase de intensidad en sus vidas.
Los pequeños logros no lograban sacarlos de su ceguera diaria. De su tenue luz que en cualquier momento se apagaba del todo. Rutina. Diaria. No se daba espacio a los cambios. Resultaba molesto todo atisbo de cambios, de dinamismo, como la vida misma. Resultaba insoportable la vida misma, sin que ellos lo notaran. Sin que se dieran cuenta conversaban con la muerte que miraba sonriente como se iba derrumbando eso que tanto les había costado construir. A regañadientes de todo. A contrapelo de muchas cosas. Esa construcción había implicado grandes renuncias. Se la jugaron y hoy no era lo mismo. Y hoy sentían que había sido en vano. Ambos se preguntaban qué hubiera pasado si. Pero pasó eso que vivían a diario. Pasaba eso que morían todos los días. De la mano de la desazón, el hastío, el desvarío, el desamor. Se había terminado. Y nadie les había avisado. Todos se daban cuenta pero nadie les avisó. No los querían desilusionar. Nadie quería ser el portavoz ni el testigo del derrumbe de ese castillo de cristal que tan sólos, cada uno por su lado, vivía a diario. A todos les dolía. A ellos también. Pero avanzaban ciego sobre la nada. No se sentaban a conversar. Porque cada palabra era una daga en el pecho del otro. Y optaron por no hablarse. Para no discutir. Por lo que la indiferencia se apoderó de esos espíritus presos de la desilusión. Espíritus cuyos cuerpos cada vez se demacraban de tanto  llorar junto a sus mejores compañeras, la soledad, tan testigo de la desolación de esas lágrimas, de su enjuague en una habitación, de su disimulo ante el qué dirán. De su dejar de fluir por miedo a que la felicidad no le tiende el puente que nunca existió.
Ella se levanta de la cama. El sigue en el sillón. Mirando sin ver ni prestarle atención al televisor. Ella desvía su camino hacia la heladera, tan usada como evasión de angustias. El de espaldas atina a dar vuelta su cabeza para ver qué hacía ella que justo se agachaba a servirse gaseosa sin tener sed, sin necesitarla. El vuelve la mirada al televisor sin decirle lo que tenía para decirle. Ella mira justo cuando el no la mira más. Desconexión. Ella piensa que es de gusto quitarle la atención del programa que esta mirando. Que no la va a entender. Por eso decide volver a la cama. Ella se duerme. El se queda dormido. Ella lo espera en la cama. El nunca va.

La luna, que se filtraba por una de las ventanas y que tantas veces los había visto, sonrojada, desnudos amándose, fue testigo de la última noche que estuvieron juntos. No quiso ver ese final y una nube , que se apiadó de esta triste situación, la tapó. Y llovió. Muy fuerte. Así lloraba la noche. 

Comentarios

Javier dijo…
...triste realidad de tantas historias reales, (tal vez esta tbn lo sea) Todos merecemos vivir un amor recíproco... al menos, debemos darnos la chance, sincerándonos y afrontando lo que sea Javier
Anónimo dijo…
CIerto Javier, todos merecemos vivir un gran amor, pero la muerte de un amor no es cualquier muerte, el vacío que queda detrás de esa ausencia, nos llena la memoria de aquello que ya no será, de lo que algunas vez vimos brotar, y florecer, y nunca imaginamos marchito...todas las muertes son terribles... la muerte de un amor no es la muerte de nadie, pero es la muerte que más solos nos deja, es como si nos robaran la promesa, el sueño, la magia, como si no tuviéramos derecho a los recuerdos...Ma

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