O vas a misa
Era domingo y el tipo pensaba, apesadumbrado, desde un bar
de la mítica Buenos Aires, con una cara indisimulable de tristeza. Siete menos
diez de la tarde. La cabeza le iba a dos mil. Máquina de todo sentimiento. Que
sirve para maquinar. Como un pájaro que te taladra hasta estallar. En realidad,
nunca estalla. Siempre a punto de. Lo cual es peor.
Para él hoy todo tiene un costado trágico. ¿Por qué?, se
pregunta ¿Por qué siempre se le ocurre pensar en esto un domingo? ¿Por qué el
domingo es el día de la cruza de sentimientos reprimidos que pugnan por salir
desde el fondo del corazón? Sentimientos que de una u otra forma quieren salir
a encontrarse con otros sentimientos que, en definitiva, tienen la categoría
idiotizada de reprimidos (no todos). Como si los sentimientos pudieran
dividirse en categorías.
¿Por qué no se saca de una todo lo que uno tiene adentro?,
pensaba sentada, con una copa de vino enfrente a la que miraba, perdido. ¿Qué
obstáculos habrá que sortear para esto? Temor, vergüenza, represión externa,
interna. Hoy más que nunca, estaba con un interno sentimiento de hostilidad
hacia aquellos obstáculos que no le dejaban expresar la necesidad de tener a
alguien al lado suyo. La necesidad de querer, sin poder. La necesidad de
abrazar, sin tener brazos con fuerzas para hacerlo. La necesidad de besar, con
el labio roto que se había cortado con el filo de la copa rota, emulando a un
tango que interpreta Calamaro de fondo. La necesidad de un amor, con tanto odio
que llevaba en las entrañas. Quién iba a poder apaciguar semejante fuego. Dónde
iba a encontrar esa cuestión tan caprichosa que se desvanece y que va de un
lado otro son rumbo fijo, sin razón. Tan exento de todo cálculo y razonamiento,
cuyas adjetivos arruinan cuando interceden de forma tan formal y demencial. Ese
amor tan carismático, por el cual tanta gente ha dejado su vida, al no poder
alcanzarlo. Semejante ideal, inalcanzable, sublime, gigante, y a la vez tan
sencillo. Por falta o por exceso mal expresado en manos de Locati, Monzón,
Barreda, ¿Cordera? Aveces toma diversas formas, o deformas como miedos,
puteadas, ironías, chistes, boludeos, estupideces, llantos, risas, egoísmos,
narcisismos, idolatrías, vacilaciones, y la cuenta es innumerable por no decir
etc. Todo eso pensaba el pobre hombre acodado en la mesa del bar.
Pensó en el significado de la palabra etcétera. Pensó que el
etcétera es algo tan frío que nunca formó parte del amor. Representa la falta
de ganas de nombrar. Por falta de tiempo ¿será? Tiempo: palabra fea. Depende
cómo se la utilice. Ahora se la agarró con la palabra que denota el pasaje
de…algo. Qué invento. Pensó que gracias al tiempo no puede verla todo el
tiempo. Pensó en ella. Los segundos, los minutos, los días, los meses, los
años. Si de delimitaciones se trataba era la más ridícula para él en ese
entonces. El hoy de ese momento. ¿Hay tiempo cuando pensamos en el corazón?,
pensaba. Pensaba mucho. Todo esto. Y se sentía muy mal, al borde de algo. No se
vislumbraba de qué. Estaba con una paz foránea que contradecía su interior.
Seguía con el tiempo. Después de todo, el tiempo me advierte
que no son horas de decir te quiero, ni te necesito. Se puede concluir que el
tiempo es un enemigo aliado a la razón. Es lógico. Ahora no podes. Te tenes que
ir. Cumplí con tus obligaciones, nene. Y se interrogaba por el corazón. Quién
cumple con él. ¿Sólo el domingo? ¿Será por eso que los domingos es el día que
la gente elige para suicidarse? ¿Por qué se encuentra con un corazón que no le
perdona la vida? ¿Qué no le perdonó tanto tiempo de reprimenda? ¿Tantas
negaciones?
La cuestión que seguía mirando la copa y revolviendo el
hielo que nadaba adentro, generando un ruido a vidrio. No era cristal. Pensaba
y no se daba cuenta cuál era el leit motiv que lo hacía estar tan triste. No
lograba focalizar al tener tanta confusión en el marulo revuelto de pelos que
agarraba fuertemente con los puños cerrados y hostiles por lo que estaba
atravesando. Pero lentamente se iba acercando.
Pensaba la vacilación estúpida con la que no supo qué
decirle. El clásico le digo o no le digo de Mirta. Esa señora mayor que cree
jugar con el suspenso. Capaz que nunca se iba a enterar que lo necesitaba. Por temor
o vergüenza. A la espalda de por vida. A ver esa parte trasera de la
indiferencia. Un miedo presente, una realidad ausente. Todo desaparece cuando
aparece. Hasta las palabras. La mudez se apropia de la lengua. Se cierra el
pecho hasta que duele. Los corazones dejan de latir. Terminan su percusión. Culpa
de la realidad. Culpa de todo. Culpa nuestra. De nuestro contexto, de nuestras
miradas esquivas que se equivocan cuando especulan. Como si la especulación
fuera un gran aliado del corazón. Cuando es su primer asesina.
Continuará hasta que el tipo se pare y se vaya. O no.
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