Perdonando la vida

“La vida te depara cosas peores”, leyó el tipo en un cartel que hacía las veces de indicador de destino , tras lo cual fue corriendo a buscarlo. Quiso tropezar. No importa que le deparen enormes obstáculos. No importa que lo esperaban grandes proezas y grandes miserias. Lo único que le importaba al flaco era andar. En lo posible, contento. Con su vida. Porque la vida le iba a deparar cosas peores seguramente. Le auguraba la muerte respirándole en la nuca. Permanentemente. Pero él no le tenía miedo. El iba. Hacía cosas que le podían provocar la muerte pero las hacía igual. Quizás buscándola. Provocándola. Haciéndole una burla a la vida, que tanto amaba. Esas cosas que no se valoran cuando se tienen o que se valoran en exceso, que es lo mismo.


Siguió caminando. Se cruzó con un par de hermosas piernas. Las siguió. Una pollera roja. Camisa blanca, que se dejaba traslucir la ropa interior. Pensó cómo la desnudaría si la tuviese en sus brazos. Pensó que le encantaría tenerla. Cuando la volvi´a mirar no estaba más se había metido en un negocio de ropa. Pero él no se había dado cuenta por, en el afán por tenerla, la perdió. Y así era con todo. Mientras más se aferraba a la vida más la empezaba a perder.
Un buen día pasó lo inesperado. Un diagnóstico le detectó una enfermedad mortífera, mortal, letal. Buscaba cada uno de los sinónimos que lo llevaría al fin de sus días. Esta vez era en serio. No era joda no era un guiño a la vida coqueteando con la muerte. Era posta. Real. No sabía si estaba bien o mal. Era real.
Empezó a retrotraerse en recuerdos acerca de cómo la pudo haber contraído. Pasaban las imágenes más oscuras por su cabeza. Las más perversas. Las más siniestras sabiendo el producto final, que era ese diagnóstico. Pero en su momento no fueron siniestras, perversas, ni oscuras. Era el momento en que el chabón se había permitido vivir, se había permitido la plenitud y el sentido de la vida. Las misma vida que en ese momento le estaba jugando un revés. Sintió el raquetazo en su cara. Como si no le hubiesen permitido disfrutar de ese permiso que él mismo se había otorgado.
Pensó mal. Despotricó. Se preguntaba por qué a él que era un ser tan seguro de sí mismo. No hay seguridad que baste ante semejante baldazo de agua fría. Seguro estaba más preso que nunca. Con perpetua. La seguridad le causaba gracia. Era lo único que le hizo esbozar una sonrisa socarrona e irónica.

Vio la pared en su cabeza. Se la figuró. No la vio físicamente. Y se acordó de esa frase en aerosol pintado muy desprolijamente que decía: “La vida te depara cosas peores”. Por eso pensó que había que disfrutar, cada momento. Pedir disculpas ante las ofensas a los seres queridos. Sólo a los queridos. Pensó que los otros se curtan.  Pensó que la vida te da sorpresas. Era verdad. Hasta sorpresas que contienen signo contrario. Las dos caras de una misma moneda. Porque la muerte siempre está a la vuelta de la esquina. Espiando. Relamiéndose, permanentemente, y perdonando la vida.

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