Cuando es que se acaba la joda?

Hernán Casciari | 20 de octubre, 2004
Soy un iluso. Siempre di por hecho que, al nacer la Nina, aquellos que se pasaban la vida diciéndome “disfrutá ahora, porque cuando tengas un hijo se te acaba la joda” iban a desaparecer. Pero no. A la gente que da consejos pesimistas le encanta seguir a tu lado, sobrevolando tu inminente desgracia. Ahora han cambiado levemente el discurso; me dicen: “disfrutála ahora, porque en realidad es cuando crecen que se te acaba la joda”.

Tener un hijo, por el momento, no se parece en nada a todo lo que me han dicho estos pájaros de mal agüero. No ha habido un minuto, ni uno solo, de desconcierto o agobio. Ni los llantos madrugadores, ni el tópico impedimento para ir al cine o al teatro, ni las cuatro mamaderas diarias, ni la mierda (cada vez más consistente y humana) de los pañales, ni las tardes que no puedo escribir, me importan un carajo. Y si se le pregunta a Cris, dirá lo mismo.
Desde hace seis meses —la Nina ha cumplido medio año, ¡oh!— estamos viviendo en una nube de pedo. Los tres. El tiempo se estira y se comprime sin que podamos encontrarle un ritmo: a veces creemos que era ayer cuando volvíamos de la clínica con una criatura en brazos, y otras veces nos da la impresión de que hemos vivido este tiempo con la intensidad de una larguísima década de novedad y descubrimiento.
Hace un par de semanas los abuelos paternos, enviaron a casa un regalo que no me canso de ponerle a mi hija. Es una camiseta de Racing que le queda todavía enorme pero que ya usa con la mayor responsabilidad (a pesar de que a algunos les moleste y utilicen el potoshop para escupir mentiras diabólicas). Cuando llego a casa y la veo con su camiseta albiceleste pienso que todo es como siempre imaginé que sería.
Y es que nunca he estado tan de joda como ahora. No es sólo que la joda no se acaba con la llegada de un hijo, es que, extrañamente, empieza. Los recuerdos anteriores, visto desde la perspectiva de la paternidad, son momentos simpáticos pero vacíos de polenta.
¿Con qué ganas regresaba yo en la antigüedad a mi casa de Mercedes, de Belgrano, de Urquiza, de Barcelona, si no había una hija que me esperaba? ¡Qué vida de mierda, aquélla! ¿Qué hacía por las tardes, si no debía preparar una mamadera con cereales a las seis y media? ¿Por qué razón no me quería morir? Preguntas de este calibre me hago ahora, mientras vuelvo a casa con desesperación, para darle los buenos días a Nina y comenzar a estar de joda una mañana más.
Hace una semana le contaba estos milagros a alguien que me retrucó con esa frase del primer párrafo:
—Disfrutála ahora, porque cuando crecen se te acaba la joda —me dijo, levantando una ceja, con ese gesto experto que ponen los idiotas.
Y no sé por qué, me dieron ganas de meterle la cabeza adentro de un balde con aguarrás. Los pesimistas deberían vivir en zonas rojas trazadas por el Gobierno, como los travestis. Si los querés ver e interactuar con ellos, te tomás un taxi y vas a sus barrios; y sinó, todos en paz.
He tenido siempre, desde chico, un karma que llevo sobre las espaldas con muchísimo sacrificio. Hay una clase de gente que sospecha, al verme, que en cualquier momento se me acaba la joda. Me pasa desde que tengo memoria, pero me ocurría sobre todo en el colegio. No había un solo profesor que no me haya dicho alguna vez: “ya te vas a caer, Casciari, y yo voy a estar ahí para verlo”. No soportaban mi aparente felicidad.
Yo me caía casi diariamente, la verdad sea dicha; yo era igual de infeliz que todo el mundo: pero no me quejaba. Y eso siempre le pone los pelos de punta a los cuervos y a los pesimistas.
Ahora, con la Nina, vuelve a revolotear a mi alrededor esa gentuza con sus predicciones de desbarranco futuro: al principio son dóciles pero después no podés dejar nada en la mesita ratona (te alertan); cuando empiezan el colegio se te va todo el sueldo en lápices, cuadernos y libros; en la adolescencia se te escapan de las manos y los perdés; cuando crecen tienen amigos delincuentes; cuando son mayores te meten en un geriátrico.
Siempre creí que los pesimistas vivirían más tranquilos en un mundo en el que los demás no reflejáramos nuestra serenidad. Me parece —es una teoría rebatible— que la mitad de su amargura es fruto de observar la paja en la risa ajena.
La miro a la Nina, sentadita en el sofá, y me pregunto si ella también tendrá la buena costumbre de vivir de joda. Yo espero que sí, espero que odie a los cuervos como yo los odio, que reniegue de los consejos pesimistas y que pueda andar por el mundo en su nube de pedo.
Me preparo, cada día, para disfrutar de la joda más grande: enseñarle a mi hija a entender que todo lo que ocurre en esta vida es algo que, bien mirado, tiene muchísma gracia.

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